sábado, 16 de abril de 2016

El ocio negado




Valeria Tentoni, Clarín de hoy.

No sé quedarme quieta: el ocio me desespera

Vivo frente a una plaza. Desde acá se escuchan las hamacas. A nadie se le ocurre aceitar las cadenas. Mientras trabajo, se oye cómo va y cómo viene un peso liviano por el aire. Es la canción del ocio. Hace años que no la canto. En ese momento de la tarde en que la luz del sol parece embalsamada, los chicos del colegio de acá a una cuadra salen por el portón. Avanzan en abanico por la vereda, una marea de gritos puntiagudos y mochilas con rueditas. Los padres se ponen al día, conversan entre sí. Son un murmullo de fondo mientras ellos corren, enardecidos, hacia los juegos. Se atropellan como si tuvieran miedo de volver a ser cazados y devueltos de prepo al lugar del que acaban de zafar. Pero no: sus obligaciones han terminado. Son libres por el resto del día.
Conozco esa sensación total. Yo fui chica. Fui una de esas chicas odiosas para los maestros que terminan rápido la prueba y se ponen a conversar. A molestar a los demás, como decía el cuaderno de comunicaciones. Siempre sufrí de sentido del deber. Hacía la tarea ni bien llegaba a casa, sin que hiciera falta retarme. Siempre cumplí pronto y con sobreesfuerzo. Eso no quiere decir, por supuesto, que haya hecho las cosas bien. Para alguien como yo, el ocio es una materia a marzo.

Hace poco me acordé de algo que pasó hace mucho. Un modesto drama originario, una secuencia menor. Iba al jardín, que ya no existe y se llamaba Bosque encantado. Ocupaba una antigua casa chorizo, en Bahía Blanca, mi ciudad natal. Quedaba en la otra esquina de lo de mi abuela Carmen.
Era el acto del 25 de mayo. Yo estaba feliz con la pollera de papel crepe fucsia que mi mamá me había preparado para cumplir con mi misión: repartir entre el público presente pastelitos de dulce de membrillo. A otros de mis compañeros les había tocado pintarse la cara con corcho, izar la bandera o envejecerse el pelo con talco. A mí la pollera me llegaba hasta los pies. Era perfecta. Mi pequeño corazón de pájaro se sentía triunfante. Los pastelitos los había cocinado con mi abuela la tarde anterior, mientras el limonero torcía su sombra en el patio y mis primas jugaban. Me invitaban a los gritos a saltar la soga, después al elástico. Me negué, rotunda: tenía una responsabilidad. Me senté frente al horno como ante un televisor. Observé la masa hincharse, los pliegues del hojaldre endurecerse. El baño de oro de la cocción sobre el dulce. Había un perfume lento esparciéndose por la casa. Cuando estuvieron listos, los dispusimos en una canasta de mimbre con cuidado, hicimos que entrasen todos. Me aguanté y no comí ninguno, para que fueran bastantes.

En el acto los ofrecí con una simpatía eficiente. Me acuerdo que por el altoparlante flotaban canciones patrias, que el espacio era demasiado chico para tanta gente. Que todos lo estaban pasando bien y eran más altos que yo, empecinada entre ese mar de piernas para entregar hasta el último pastelito. Los padres manoteaban de la canasta despreocupadamente, mientras charlaban. Algunos ni siquiera me dirigían una mirada antes o después de llevarse a la boca mi trabajo. Todo ese esfuerzo de azúcar estrellándose entre sus dientes; hasta podía escuchar cómo crujía la masa, o eso me pareció. El coro de esas bocas masticando subía el volumen en mi imaginación. La maestra pasó y me palmeó la cabeza, felicitándome. Yo interpreté, en cambio, que con ese gesto me estaba pidiendo que me apure, que lo haga mejor. Volví a casa de mi abuela caminando. Alguien me tomaba de la mano que no tenía ocupada con la canasta vacía y evitó que me tropezara cuando pisé, sin querer, la pollera y la rompí. Al llegar al zaguán y cerrar la puerta, lloré. Aullé de ira y arrepentimiento, como llorarían los pulpos si tuviesen la capacidad de hacerlo. Los pulpos, cuando tienen mucho hambre y no encuentran alimento, no pueden evitar comerse sus propios tentáculos; y cuando tienen mucho miedo y hay un predador cerca, si hace falta abandonan un brazo para escaparse. Resignan demasiado: en algún momento deben entristecerse. Nadie me podía calmar. ¿Qué era esa angustia, qué era ese fuego de agua? No era por la pollera. Era por los pastelitos. Los había repartido tan bien que no me había quedado ninguno para mí. Había sido incapaz de disfrutar, y la bronca me estaba cobrando el error.

Cuando me voy de vacaciones, empatizo más con los que están trabajando que con los veraneantes. Aprendí temprano, con los pastelitos, que el ocio de unos es el sacrificio de otros. Una solidaridad involuntaria me alía con los segundos, aunque sepa que es muy probable que los que están descansando ahora vengan de esforzarse durante meses a su vez. Nada me cae peor que un turista. Su indolencia y su pereza, a la que seguramente tenga derecho, me resulta ofensiva. A mi vez, me cuesta ocupar ese rol. Me viene una incomodidad extraña, no me sé conducir. ¿Es culpa? El tiempo libre se parece demasiado, en mi cabeza, a una malversación. En Semana Santa viajé con mi mamá a Uruguay, en uno de esos ferries que cruzan el Río de la Plata en una hora. Por la ventanita ovalada vi cómo un hombre desataba la gruesa cuerda que nos unía al continente, pitando su cigarrillo sin necesidad de sacarlo de su boca. Esa economía de movimientos da cuenta de un universo, pensé. Nos despegamos del puerto como de una cáscara. El río estaba picado. A mitad del trayecto, cualquiera hubiese dicho que era un mar. El barquito se zarandeaba como un electrocutado en cámara lenta. Lo primero que hice en el viaje fue sacar mi anotador. No sé mirar ni estar entre las cosas sin segundas intenciones, descansando. Ni siquiera en un feriado largo. Los deadlines corren, sus plazos no se suspenden por lluvia. El término con el que llamamos a la fecha de entrega de una nota tiene su origen en costumbres de guerra. La fecha límite, la fecha letal: lo que un periodista hace para cumplir a tiempo se parece bastante a cruzar a velocidad de liebre un campo minado. Salvo imposibilidad extrema, nunca pido prórroga a un jefe. Cuando la pido, lo primero que hago es arrepentirme.

También tomo apuntes para escribir otras cosas, en ese anotador. Las llamo “cosas para mí”, en vez de “cosas para otros”. ¿Escribir, en esos momentos, es parte del ocio? Empecé a hacerlo, de hecho, porque estaba aburrida. Porque el ocio, a la hora de la siesta, era insoportable. Me enojaba que todo se suspendiera, como una gota de miel que no termina de caer de la cuchara. Entonces me metía en la oficina de mi papá, que estaba en el garage de casa, y le usaba la máquina de escribir para llenar páginas. Era una Olivetti verde laurel, con el teclado blando y poderoso. El sillón de cuero, reclinable, tenía un chirrido particular. Cuando pude me lo traje a mi casa de adulta, un trono brillante que ya nadie quería. Pero las cosas se hacen mejor ahora, aunque sean peores; me hacía mal a la espalda y lo tuve que devolver al sótano. Escribía, jugaba y leía, de chica, pero igual me aburría seguido. No es que fuera una nena quietita. Todo lo contrario, era más bien hiperactiva. Mis rodillas estaban siempre machucadas, el pelo desordenado, el ansia efervescente. Arrojada a la vida como desde lo alto de una montaña, lo que yo quería era rodar y rodar, cada vez más fuerte. ¿Por qué no se detiene, esta fuerza colosal? ¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué no me entrego a la nada, al desparramo alegre en la meseta? No ignoro la dirección de la pendiente. ¿Qué tipo de persona podría ignorarla? Hay una línea del bueno de Ray Bradbury, mi autor de autoayuda favorito: “Caminá hasta el borde del precipicio. Saltá. Construí tus alas mientras vas cayendo”. Pero, al caer, la gravedad hace sus trabajos. El desastre se acelera, y no hay tiempo para artesanías.

Empecé a caer por ese precipicio en la infancia. Hacía muchas cosas, y de todas me cansaba pronto. Mi atención se desordenaba, rompía filas. Cuando me aburría les avisaba a mis papás. Más que un aviso; el tono era de reclamo. Como si la culpa fuese de ellos. Como si la ficha de un juego se hubiese agotado y les estuviese pidiendo otra, otra y otra. De sus sugerencias, y de la sociedad magnífica que tenía con mi hermano y mis muchos primos, dependía se salvaran las tardes de ese monstruo. ¿Por qué será que si pienso en el ocio pienso en lo terrible de no tener nada que hacer? No es algo que me enorgullezca del todo. Se parece a una adolescencia del carácter. Sé que se han fundado grandes ideas alrededor de la sabiduría en el sentido del sosiego. Que la contemplación es un arte, que el ego es un mono que salta a través de la selva, que se pueden dar viajes alrededor de una habitación. Que la mente se agita como un pescado arrojado en la playa. Lo sé, pero soy una desaforada y me cuesta. Perder el tiempo, para mí, es un crimen. Cuando miro a los que se derriten en el no hacer nada, pienso que están abusando de una casualidad divina, demasiado exigente con el cosmos para una reacción como la suya: la de la vida. Mi vacilante serenidad no los disculpa. A mí ninguna cosa no me parece urgente. 

Hay un libro que se llama Breve historia de casi todo. Dice que una vida humana suma, a lo mucho, 650.000 horas en total. No parece tanto. Yo esperaba otro número. No sé qué número, pero no ese número. ¡Tan poquito! Me gustaría vivir 500 años. ¿Por qué estoy en este fuego? Iría a todos los lugares, oiría todas las músicas, entrevistaría a todas las personas que me cruce y haría un libro con eso. Me metería en museos, ferias, hospitales, fábricas, pasillos, hoteles, colectivos. Almorzaría de pie y seguiría mirando. Quisiera verlo todo, de cerca y de frente. Y después escribirlo. ¿Qué es esta desesperación? No sé qué es. ¿Qué es el tiempo libre? ¿Existe una cosa así, para alguien que anda como ando yo con el anotadorcito listo? Una vez tuve un novio escritor al que le hacía gracia que yo estuviese siempre escribiendo algo, varias cosas a la vez. Le parecía que no era más que una pose adorable de la imbecilidad. Yo escuchaba su reclamo como escucharía las confesiones de un alemán o de un chino: sin entender ni jota, sin sentir que me hablara del todo a mí.

¿Dónde empieza, dónde termina el tiempo libre? ¿Libre para qué? Cuando toco la guitarra y canto, en mi departamento, para nadie, para nada; quizás eso sea. Cuando riego las plantas y descubro una hoja nueva. Cuando salgo a caminar sin dirección y miro los frentes de las casas, vidrieras de vidas ajenas, y admiro sus puertas, sus ventanas, sus molduras. Cuando pedaleo al sol y paso bajo las copas de los árboles, y cambia la estación. Cuando estuve en la arena blanca, frente al mar. ¡Pero si hasta entonces saqué mi anotador! No sé qué es el ocio. Se debe parecer a eso que comieron los padres de mis compañeros de jardín cuando se cruzaron conmigo y la canastita de mimbre llena. Se debe parecer a un pulpo flotando, tranquilo, en el fondo del mar.
 

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