jueves, 19 de febrero de 2015

La marcha

I

"Voy para conmover", le digo al Hombre. "Voy para conmover a Cristina, a quien sea que haya hecho esto. Anoche soñé que un alma oscura ("¿qué es un alma oscura, una persona?", "sí, un hombre") miraba una imagen en una computadora y se regocijaba diciendo: Hicimos de Nisman un mártir ¡qué jugada maestra!" El Hombre asiente, serio. "Yo no voy ni aunque me paguen, esta gente no me representa para nada". "A mí tampoco, pero si voy a esperar a que los convocantes sean impolutos..." 

El cielo está negro, el viento arremolina hojas y papeles. En la esquina, el malabarista de todas las tardes me dice que se va, que se viene el agua. Vuelvo a casa, a buscar el paraguas.

II

"Estaba casi desvanecido. No volví a entrar porque no tomé conciencia hasta más tarde de lo grande que había sido. Uno no asocia el humo con la muerte, sí, en cambio, el fuego". Mi compañero de marcha resulta ser sobreviviente de Cromagnon. Se vino así, desprotegido. Será su espalda combada, será su sonrisa tímida, el caso es que comparto mi paraguas durante todo el trayecto hasta Plaza de Mayo. Estamos parados hace tiempo bajo lo que sólo puede calificarse como diluvio. A falta de mejor cosa que hacer, estudio los otros paraguas. Delante mío hay uno pequeño, de Monster. Más allá, uno con grandes libélulas, otro con reproducciones de Klimt (arte bastardeado, pero qué bonito El beso). Hay paraguas que son casi sombrillas, paraguas con voladitos, paraguas desvencijados. A un costado, un señor atildado resiste la lluvia. Miro sus zapatos de cuero, caros zapatos de punta cuadrada. "Sufro por su zapatos", le sonrío. "Se van a secar", responde con seriedad. "Eso sí... mañana, todos a tomar antibióticos". No me atrevo a contradecirlo.

Hay una anciana, en ojotas plásticas. Otra en silla de ruedas. Un perro gordo y viejo pegado a su dueño. Un vendedor de capas y banderas, haciendo su agosto. Por momentos, me siento feliz. Está bueno esto de avanzar pese a la lluvia, de sentirnos unidos en una causa común. Casi como leyéndome el pensamiento, mi eventual compañero dice: "Está bueno que venga la clase media, que se hagan un poco cargo de lo que hacen sus gobernantes. Después de todo siempre ganan los que votan ellos, nunca los que votamos los de abajo". A dos pasos, una mujer de piloto impecable desvía la mirada. "A Kirchner lo puso Clarín, le dieron manija, ¿quién lo conocía antes?" No parece una marcha del silencio. se conversa mucho, se ríe. "Gordi, ponete contenta, vos querías lavar las zapatillas", escucho detrás nuestro.

"Vengo porque cuando me enteré de la muerte de Nisman, tuve un minuto de desazón, casi de angustia. Y no quiero naturalizar estas cosas, vengo para no olvidar ese minuto". Vengo por la soberbia de Cristina. Vengo por la jubilación de mi vieja, que a día veinte ya se escurrió. Vengo por los chicos desnutridos, por el desmonte y la sojización, por las inundaciones. Vengo porque me duele el país y no quiero ver por televisión cómo me duele.

Lo que jode es esa gotita en el cuello de la camisa, dice un pibe a sus amigas. Desde una pared, incongruentemente, un Néstor Kirchner sonriente y con el pulgar en alto parece darnos su visto bueno. Llegamos a Plaza de Mayo, al fin. Se nos ocurre refugiarnos en la Catedral, idea brillante compartida por cientos de personas. Es increíble que nadie se clave un paraguas en el ojo, la marea humana va... y viene. "No empujen, no empujen...", "¡¡¡Ooh, juremos con gloria morir!!!", "¡Un médico, un médico!" Está Macri, le comento a una señora. Macri, procesado por Nisman. Mejor no pensar demasiado, responde. Estamos bajo techo, unos escalones por encima de la multitud. Con esfuerzo extraigo el celular de la mochila, pero la foto que obtengo es borrosa. Lástima, hay belleza en las farolas encendidas.