viernes, 14 de marzo de 2014

La cultura del cuidado

Que yo recuerde, no fui al dentista más que dos veces en mi infancia. Pasaron largos dieciséis años hasta que pedí turno con otro, en una nueva ciudad y vaya a saber por qué motivo. Me encontró tres caries, así, de movida. Había que hacer esto, lo otro y lo de más allá... y gastar una pequeña fortuna. "Bueno -me dije en un principio, resignada- es el precio a pagar por tanto descuido". Por lo general, después de un diagnóstico de miedo, buscamos una segunda opinión. Acorde a la regla, acudí al consultorio de otra profesional. Bendita sea, lo mío no eran caries sino pigmentación. Una buena limpieza y a otra cosa.

Muchas veces me pregunté cómo fue que mis padres olvidaron la salud de mis dientes, o mis pies. Papá era podólogo, nada menos. No de manera profesional, pero tenía su título... y un set completo de alicates, tijeras y limas guardados en un bello estuche con fleje. Se veía que mis pies andaban con problemas de arco. Hasta yo, adolescente distraída, me daba cuenta. Una mañana tomé coraje y dije "Papá, necesito plantillas". Para mi sorpresa, papá cruzó la calle hasta Casa Pirelli y compró un par de plantillas de goma espuma. No dije nada. Mal hecho.

Ahora soy adulta y puedo probar botas de hombre y decirle a la vendedora (sin que se me mueva un pelo), "¿No tenés 42? Allá arriba saltan del 41 al 43, unas me van chicas y las otras grandes". Además puedo elegir la bota no sólo porque me quede bonita, sino porque la siento cómoda. ¿Cuántos tiempo lleva saber cuidarnos? Recién hace poco descubrí el gusto de andar descalza. Mis pies agradecidos, aprovecho las tareas en casa para flexionarlos. Para entender el significado de mis pies desnudos -o lo que es lo mismo, del amor a mis pies- hay que imaginarme cada verano en una carrerita hasta la orilla del mar. No porque la arena quemase, sino para ocultar mis pies. Para que la gente, sentada en sus reposeras, no fijase su vista en mis enormes pies de alemana cuadrada. El calzado, mejor dicho la dificultad para conseguirlo, determinó mi forma de vestir durante años. En mi pueblo los números llegaban hasta el 38, 39 con toda la furia (recuerdo haber caminado con unas zapatillas blancas y rojas que eran la tortura misma). Toda mi femineidad era puesta a prueba. Si mis zapatos eran de hombre, ¿cómo podía siquiera pensar en vestir una minifalda? ¿Puntillas? ¿Lentejuelas, brillos? Durante años vestí jeans, remeras holgadas y camisacos... ¡sólo para que no desentonasen con el calzado! ¿Qué cambió ahora? No sé, los números vienen más grandes, o acaso mi vergüenza haya encogido.

Cuidarse -y ese era el tema original del posteo- requiere de prueba y error, tiempo y paciencia. Es un aprendizaje, para nada sencillo en estos tiempos de bombardeo publicitario. En cuanto a nuestros padres... seguramente a ellos tampoco los han cuidado al 100%. Tal vez sí les inculcaron la cultura del trabajo, de "la responsabilidad primero", pero no la del cuidado. Eso puede verse en la gente grande que va a trabajar llueve o truene, aún con el auto roto, aún con paro de colectivos. ¿Es para enorgullecerse? Seguro. Pero dan ganas de arroparlos.

4 comentarios:

  1. Como sabés, estoy leyendoNovios de antaño, un libro autobiográfico de María Elena Walsh en el que evoca sus años de infancia. Entre esos recuerdos está el relato de su operación de amígdalas (más que una operación, un atropello y una masacre autorizados por los padres y propiciados por la ciencia). Cito: "...el enfermero me enchufa un gran babero y me acarrea como paquete hasta una sala llenas de vitrinas (...) El hombre se reclina sobre un sillón de dentista abrazándome por detrás y dobla mis articulaciones de muñeca rígida de cinco años y me acuesta sobre él, atenaza mis brazos en los suyos de Popeye y enlaza mis piernas entre las suyas, y somos un solo cuerpo doble, un férreo crustáceo gigante atenazado a una presa paralizada que abre la boca y chilla y entonces entra Polifemo el del ojo linterna que empuña un vuelo y un brillo alrededor de mi vida y lo mete en las fauces abiertas y me arranca grito y garganta en una sola maniobra magistral (...)
    Era así la cosa, sin anestesia. Y la mayoría de las veces, sin ninguna necesidad , pero era lo que las Eminencias de entonces prescribían.
    Por eso, si bien es bueno que la ciencia nos cuide y nos cure, también es bueno escuchar lo que el cuerpo tiene para decirnos. Y el sentido común. Y algunos remedios milenarios. Y la fe.

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  2. Terrible, pobrecita.

    Hace muchos años tuve una experiencia bien traumática con un odontólogo, al decir de muchos, el mejor de La Plata. Andaba yo con una inflamación en las encías, una cosa penosa. No me animaba a cepillarme demasiado porque me sangraban (después supe que hay que intensificar el cepillado donde la encía sangra, justamente, porque es ahí donde se junta el sarro). El tema es que fui a lo de este hombre, que sin decir agua va me anestesió y procedió a recortarme la encía superior. Mi novio de aquel entonces, que me hacía el apoyo logístico, se desmayó en el consultorio al ver mi boca llena de sangre (¡posta!) Yo no entendía nada, claro. El dentista selló la herida con cemento (o algo que se le parecía muchísimo). Cuando me recuperé, cuando todo eso cicatrizó y pude hablar normalmente, fui de vuelta a verlo. Le dije de todo. Que mi cuerpo era mío, que él tendría que haberme informado lo que pensaba hacer, que ni siquiera me había preguntado si yo tenía un compromiso social por esos días, etc, etc. Balbució que "era algo que había que hacer". Después me enteré que fue de una brutalidad pasmosa, la encía nunca debe recortarse porque ya de por sí se retrae con los años. En fin, ahora pregunto. "Qué me va a hacer, para qué", desconfiada como un gato panza arriba.

    Una amiga me dijo que su madre le tenía terror al dentista, tal vez por eso nos llevaron tan poco. Vaya uno a saber qué cosas horribles les hacían antes.

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  3. Para llevarme al dentista cuando era chico casi me tenían que arrastrar. No era por el tipo, que tenía unos modales delicadísimos y era sumamente considerado conmigo además. Pero yo le tenía literalmente terror a la jeringa, tanto que hasta intentó alguna vez sedarme con hipnosis antes del inevitable pinchazo. Hice verdaderos papelones en ese consultorio. No, nunca fui lo que se dice un valiente.

    Saludos, Maia.

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  4. Ah, la jeringa! Cómo lo entiendo, me falta una vacuna, una de esas bravas que dejaban marca en el brazo. Iban a vacunarnos en la escuela primaria, la jeringota que usaban parecía un gigantesco revólver negro. Cuando la vi de cerca, ya en la fila que avanzaba, me fui escurriendo hacia un costado. Terminé saltando por la ventana del aula. Nunca se supo.

    Saludos, Rob.

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