jueves, 27 de octubre de 2016
Muma
Que las cenizas de los muertos no pueden esparcirse, dicen desde la Santa Sede. Que hay que depositarlas en lugares santos, como cementerios e iglesias. No quieren a los muertos olvidados ni maltratados, no quieren que se los lleve el viento.
Mamá querida, qué increíblemente armónico resultó que una primera ola esparciese tus cenizas hasta ya no distinguirlas de los restos de caracoles. Qué acertada la luz, a esa hora temprana. Qué consuelo despedirte en ese entorno, a vos, que buscaste la belleza durante toda tu vida. "Bueno, ¡al fin aprendiste a hacer una vidriera!", sentí que me decías.
Mamá, si está todo bien entre nosotras, mandame un corazón, pedí en silencio. No fue ese día, no fue esa vez. Fue a la mañana siguiente, en esa playa desierta sin mucho más que una madera partida, aquí y allá. Un guijarro marrón, un perfecto corazón, plano de un lado, curvo del otro. Un corazón para llevar colgado, para pegar en un portarretratos. Lo quiso comprar la dueña de un negocio de artesanías. No se vende, expliqué. Y conté la historia. La mujer subió la manga de su camisa para mostrarme la piel de gallina.
Cada vez que pueda voy a volver al mar, a disfrutar de la vida que me diste.
Gracias, muma. Te amo.
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