"¿En qué estación bajo para ir al obelisco?" En Lima, responden en boletería y me indican una fila que ya se ha formado a un costado. Toda gente vestida de negro, incluyéndome. Recibo los saludos de varias pibas que se van sumando, tal vez convencidas de que estoy con ellos. Pues no, pero bajamos juntos y resulta ser que en el vagón quedo en el centro mismo del grupo. Se leen textos a través de un megáfono, dos mujeres filman. Los textos son fuertes, los varones miran hacia el suelo.
"¡¡¡No queremos machos que nos asesinen!!!", cantan las pibas y después aúllan como indios. Otro dice: "Yo sabía, yo sabía, que a los violadores los cuida la policía". Esto gritado, megáfono mediante, en la oreja misma de un agente de la metropolitana. Hay mucha gente, muchísima, los que tienen cámaras las tapan con bolsas de nylon. Un pibe en cuclillas enfoca cuidadosamente su objetivo y es a su vez fotografiado fotografiando. Se entiende, en parte de su cabeza afeitada al ras se lee Ni una menos, escrito con su propio pelo. Una obrita de arte.
Un culo enorme se bambolea enfrente mío. Me lo quedo mirando, hipnotizada, qué audacia venirse con esas calzas y semejante culo a la marcha. Resulta ser de un trans de cara seria, que se larga con sus compañeras: "Yo soy la puta de tu papá..." Fuerte. Y luego el consabido "¡So-mos malas, podemos ser peores!" Cómo no van a estar, son las primeras asesinadas. Algo más allá piden "¡Abor-to legal, en el hospital!" Lo gritan a cara descubierta (mi cuerpo es mío), casi festivamente.
Presto atención a otro cantito: "Manolo, Manolo, planchate la camisa solo... Manolo, Manolete, hacete solo el pete". Una nena en su temprana adolescencia ríe tentada con la madre. Son un calco, una de otra, la nena intenta sacar una selfie con una bandera de fondo y no da pie con bola con el encuadre. La madre comienza a cantar Manuelita y la nena la manda a callar, avergonzada. "Igual es una canción machista -dice la madre- eso de tener que ponerse linda para el tortugo..." Libertad, dicen las banderas que avanzan una tras otra.
Llueve mucho, me distraigo mirando los pies de la gente: botas de goma, de cuero, zapatillas, borcegos. Miro mis propias zapatillas, las destruídas, están empapadas. Se venden pins, pilotos descartables y paraguas reforzados. Más cerca de Plaza de Mayo, remeras alusivas, sándwiches rellenos y choripanes. Hay hombres, no demasiados. Hombres sensibles que acompañan, pibes de joda, tipos que parecen ellos mismos abusadores y violentos. Tres chicas tocan sikus en una esquina, es un canto lastimero y bello. Dentro de un bar, en la pantalla de un plasma, TN muestra imágenes de la marcha. Me detengo a mirar a través de la ventana y después me siento tonta... ¡si estoy participando! La columna se detiene mucho, aprovecho para recorrer una líbrería vacía. Bajo la misma estrella, ah, a ese le tenía ganas. Cuánto salen estos, pregunto al librero, abarcando los libros con un gesto. "Traiga el que quiera acá y nosotros le decimos". Nosotros son él y un negro de castellano forzado. Me acerco con el libro a la caja. "No, como veo que allá hay dos que dicen sesenta, me había ilusionado..." No se ilusione, dice el dueño, no hay que ilusionarse. "No diga eso, es lo único que nos queda..." El libro resulta valer doscientos noventa y nueve, lo dejo en su sitio y me alejo despacio hacia la puerta.
En Plaza de Mayo un pibe me destrata de pasada. Qué hacés acá, colado, pienso imbuída de espíritu feminista.
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