Soy tímido: mi infierno es tener que hablar con vos
Por Pablo Toledo, escritor. Entre sus libros figuran "Se esconde tras los ojos" (Premio Clarín Novela 2000) y "Los destierrados".
Miedo a quedar expuesto. La mirada de los demás y que te juzguen de manera indebida son fantasmas que persiguen a las personas tímidas. El autor cuenta ese día a día y cómo, a nivel profesional, logra ponerse una máscara que lo convierte en alguien diferente.
Publicado el sábado 4 de octubre de 2014 en Clarín
Mi único problema en este mundo sos vos. Vos, que estás leyendo: sería tan feliz si no fuera por vos. Pero no sos el único. Está la gente que te rodea, las personas que te cruzás en la calle, todos ustedes. Mi problema es que el mundo está lleno de todos ustedes. De todos esos otros. Mi lema más íntimo lo escribió Sartre: el infierno son los otros . Bienvenidos a mi infierno.
Y es que soy tímido. Me admito incapaz de afrontar mi timidez.
Peleo todos los días cientos de batallas contra ella, pulseamos cada una de mis elecciones, me dicta las claves privadas (y no tanto) que quedan en mis textos, sea como el terror a la mirada de los otros, sea como una obsesión con el desplazamiento y el estar fuera de lugar.
Cada mañana me construyo frente a un espejo imaginario; preparo, como dice el poeta anglo estadounidense T.S. Eliot en La canción de amor de J. Alfred Prufrock (un poema que sólo los tímidos comprendemos por completo, nuestro himno), un rostro que afronte los rostros que enfrento. Mi utopía era hacer cosas sólo con palabras, y ahora no paro de hacer cosas con otros. Todos mis trabajos me fuerzan a interactuar con ellos, hasta el de escritor. Doy clases, presentaciones y charlas, vendo, persuado, negocio, construyo relaciones y las sostengo.
Soy un vegano que trabaja en el Mercado de Liniers, un fugitivo de sí mismo que salta alambrados falsos. La práctica me enseñó a pasarlos sin dejar enganchados ropa ni piel, la mayoría de las veces ya en automático. Algunos son más altos, otros tienen púas. Y de la nada, en las zonceras más cotidianas, el alambrado se convierte en muralla y me deja del otro lado.
Como el día en que vino el técnico del portero eléctrico. Tocó la puerta el encargado del edificio, lo presentó. Hubo algo como un saludo. El saludo del tímido es como los gestos masónicos: ante la frase sin aliento, el tono de disculpas y la mirada que se resbala sabemos que del otro lado está uno de los nuestros, sólo que para un tímido no hay nada peor que otro tímido. Cruzó la puerta, le señalé el aparato. Si necesitaba saber cuál era el problema, no me lo dijo. Si yo necesitaba preguntar algo, no lo hice. Volví a la pantalla de mi computadora, en la misma mesa donde desplegó sus herramientas. Desarmó y volvió a armar el equipo. Pasaron quince minutos, o tal vez quince días, de un silencio perfecto, inhabitable, inquebrantable.
En las películas estas tensiones se resuelven: uno mata al otro, o le salva la vida, o suelta un discurso genial que los libera. Aquí no. Entre dos tímidos no ocurre nada visible, pero el terremoto de culpa y desesperación va por dentro. El tipo dio por terminado el trabajo, ordenó sus cosas y se paró al lado de la puerta. Los dos hicimos un sonido que, de ser palabra, hubiera estado en el punto justo entre “gracias”, “perdón” y “adiós”.
Me angustian los negocios. Mi esposa sabe que mandarme a consultar algo es un último recurso que probablemente termine mal, que en las rotiserías donde cien padres desesperados consiguen las milanesas de su prole a prepotencia pura es fijo que termine rezagado. Si hay números, santo remedio, las reglas me ahorran la fricción, pero ese tono entre marcial y canchero del “¡Ey, jefe!” es diez veces más fuerte que el mejor de mis esfuerzos para hacerme ver entre la manada.
En mi cabeza estoy saltando a los alaridos, pero lo que pasa el filtro de la garganta estrangulada a duras penas llega hasta el borde del mostrador.
Y si hay que seducir al parrillero con una charla amistosa que acelere el trámite quedo descalificado antes de la largada. Trato de compensarlo con una media sonrisa (otra dificultad: sonreír con dientes para las fotos), pero lo que mal anda mal acaba y esos gestos terminan por embarrar más la situación.
De afuera se parece al fastidio, al aburrimiento o a la indiferencia (de todo eso me han acusado mil veces). Adentro son cinco millones de palabras por segundo que revientan contra los labios cerrados, un ejército de levantadores de pesas empujando un vagón que no se inmuta, y detrás una tribuna que reacciona a cada microsegundo de inacción como si fuera un gol en contra en el tiempo suplementario de la final.
Una mano te cierra la boca, otra te agarra de los brazos y las piernas, una voz te amenaza con molerte a palos si movés un músculo.
No hay dudas sobre lo que querés, pero el miedo es más fuerte. Miedo a hacer y a no hacer, a lo que puede pasar y a lo que no podría pasar, a todo y a nada. Y esas manos, esa voz, ese miedo, son todos propios: lo único que te retiene sos vos mismo. Lo sabés. Sabés que deberías controlarlo, que eso que te controla no existe fuera de tu cabeza, que eso que temés son sombras que vos mismo proyectás. Y sin embargo.
En Oda a una urna griega, el poeta romántico inglés John Keats escribe que el beso no dado es el más hermoso. John Keats era un idiota. El eterno retorno de esos cinco minutos en los que todo hubiera sido cuestión de estirar una mano o decir una frase es una tortura, y no hace más que reforzar el circuito que vuelve todavía más difícil al próximo intento.
Cualquier acto, para mí, es un acto de arrojo. Es físico, el mismo agujero negro en la boca del estómago del que tiene pánico a las alturas y no puede bajar por la escalera de los bomberos para escapar de un incendio. Lo último que piensa ese tipo mientras se prende fuego es que es un idiota. El tímido va a morir mucho después, en su cama, sin mayores fuegos, pero va a morir repitiéndose la misma frase.
Soy un idiota. No puedo. Sin parar. No puedo. Soy un idiota.
Todo el día. Soy un idiota. No puedo. Todos los días. La cabeza del tímido es la rave más angustiante del planeta.
De chico era un tímido de libro. De vivir dentro de libros. De no conectar ni participar ni integrarme (recitar genealogías de El Señor de los Anillos a los doce años, mucho antes de las películas, no ayudaba). Escribir era una salida lógica (y una vocación, pero cuál vino primero es el huevo y la gallina). La idea romántica del escritor es la de alguien que sólo sale al mundo como palabras en un papel. Pero resulta que publicares hacer público , y que ser escritor también es hacer redes, moverse entre otros, exhibirse.
El momento de escribir es difícil, pero para mí es aún peor todo lo que está alrededor y lo que viene después. El punto final es el principio de otra historia, y en esa historia alguien, de alguna forma, en algún momento, tiene que interesarse por lo que uno produjo, por esa historia entre tantas. Hay personas generosas que abren puertas y otras que las cierran sólo porque pueden, hay lugares en los que ver y hacerse ver, hay un millón de tackles y rumores y golpes bajos, hay manos que se dan a quien las pide. Como no hay manuales, la única forma de llegar a alguna parte es con ayuda de los demás. Mi infierno no tiene atajos ni salidas de emergencia.
Y sin embargo, en ciertos ámbitos sería difícil etiquetarme de introvertido. Durante tres años retiré a mi hija del jardín de infantes s in cambiar más de veinte palabras con los otros padres, pero por trabajo voy a eventos y congresos donde encaro, y hasta inicio, decenas de conversaciones por hora.
En mi última evaluación, mi jefa destacó mi capacidad para hacer contactos y trabajar con otras personas. Dediqué años enteros a lamentar besos no dados, pero seis meses, cinco mil charlas y cuatro citas después, y a tres cuadras de un ultimátum que no dejaba mucho lugar a interpretaciones, di el primer beso a la mujer a la que quisiera dar el último.
Las armas iniciales vinieron tras la adolescencia más fundamentalista, cuando empecé a buscar por observación, prueba y error técnicas para romper algunos silencios y salvar algunas distancias. Fue un trabajo de zapa, y mucho le debo al profesorado de inglés.
Al dar clases la timidez no es una opción, los estudiantes huelen la inseguridad como los tiburones una gota de sangre a cinco kilómetros. Para mí era liberarse o retirarse. El profesor de inglés tiene dos armas: ocupa el lugar de profesor, y habla en inglés. Eso no es tan obvio como suena. Un docente actúa todo el tiempo con una máscara sostenida por varias instituciones.
Desde la máscara se puede, algunos dirían que se debe, ser otro.
Y si ese otro habla una lengua extranjera es dos veces otro. Apenas me probé ese traje comencé a dejármelo puesto fuera de las clases y del inglés. De a una conversación por vez, impostando los tonos, con pasos en falso pero, por fin, con algo más que inseguridad en la mano.
El neurólogo Oliver Sacks relata el caso de una paciente cuyo cuerpo, de la noche a la mañana, dejó de hablarle a su cerebro. Sin sensaciones ni respuestas del otro lado, su mente flotaba en el vacío y sus músculos no tenían quién los dirija. Con el tiempo aprendió a reemplazar la propiocepción por la vista: mientras viera cómo dirigirla y dónde detenerla, podía ordenarle a eso que había sido su mano que agarrara cosas. Pero las tomaba con demasiada fuerza, y sus movimientos eran rígidos como la pose de una bailarina. Era la imitación de un movimiento, había perdido la naturalidad.
A mi modo, soy esa marioneta. Actúo como una persona segura en el sentido teatral de la palabra: represento el papel de alguien que lo hace naturalmente.
El combustible de este motor paralizante que no para (la frase es del músico Darío Jalfin) es el control, el miedo a perderlo y a que salte un payaso de adentro de la caja. Cada tímido es un mundo con geografía y leyes propias, pero todos compartimos el miedo a quedar expuestos. En mi caso, no me puedo deshacer de una imagen exagerada, idealizada de mí mismo, y el miedo es doble: la parte de mí que lucha contra esa imagen teme que algo la confirme y ahí sonamos, la parte que la sostiene no quiere que nada la refute porque ahí sonamos. En cada pequeña cosa se juega todo. Me angustio cuando algo no sale perfecto, y me angustié al día siguiente de ganar un premio literario con 25 años.
Actuar con otros, salir al mundo, es entregarse a reglas y voluntades ajenas, al azar, a lo incierto. Ese es el enemigo común de las dos partes, y la timidez es la herramienta para tenerlo a raya mientras resisten, cada vez con menos efectividad, los cañonazos que lanzan mi madurez y mis años de terapia. Esa imagen se va a caer. Falta trabajo, pero falta cada vez menos.
El cartel en las puertas del infierno del Dante dice que los que entran allí tienen que abandonar toda esperanza.
Entonces no estoy en el infierno. Bienvenidos.
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