martes, 7 de octubre de 2014

La niña descarada que elige todo

¿Por qué razón una mujer de hoy, casada y con más dudas que fe religiosa, se sintió atraída por la vida monástica? Kathleen Norris se hizo esta pregunta muchas veces durante sus dos períodos de retiro en un monasterio benedictino del medio oeste norteamericano.
   A su regreso a casa, sin embargo, Norris comenzó a sentir que su vida entera se transformaba y adquiría un nuevo significado. Los días en el monasterio, en el seno de una comunidad de hombres célibes regida por un estricto esquema de oración, trabajo y meditación, le infundieron la calma necesaria para examinar su existencia desde una perspectiva diferente. La experiencia contemplativa dotó a su propia relación conyugal de una riqueza inédita. Y hasta las acciones más sencillas, como lavar la ropa o hacer las compras, cobraron, bajo la lente del ritual monástico, una dimensión desconocida.
   Con un lenguaje claro y lleno de poesía, este libro ofrece el relato de una experiencia humana singular, de genuino valor para cualquier persona, no importa su fe.

"Me llevo este libro, Rodolfo, cuánto?" Diez pesos, dice Rodolfo. No sé si porque me tiene aprecio o piensa que no habrá mayores chances de vender Una experiencia contemplativa. En el capítulo titulado Teresa del Niño Jesús, un párrafo atrae especialmente mi atención:

   En un comentario sobre Primera Corintios, en su autobiografía, Teresa lamenta que no se podía reconocer en ninguno de los miembros que describe Pablo en la epístola -no era una mártir (materia opinable) ni un apóstol, sino una joven monja insignificante conocida en el convento fundamentalmente por su tendencia a quedarse dormida durante la Liturgia de las Horas. Recordando repentinamente que era la niña descarada que elige todo, afirma: "encontré mi llamado, mi llamado es el amor", y escribe: "En el corazón de la Iglesia, mi Madre, seré el amor, y así seré todas las cosas..."

En lo que va del día gozo de la lectura y los gajos en los árboles, de una mateada, de empanadas caseras y de los más hermosos óxidos en collares de cerámica secándose al sol.

   Me sentí invadida por la maravilla de haber viajado todo el camino desde Dakota del Sur, en el oeste, vía Minnesota, simplemente para encontrarme a solas frente a una pareja de coyotes en Los Ángeles. Cuando inspiraba el aire delicioso, contemplaba los picos nevados de las montañas del este y la brisa del Pacífico al oeste, percibí por primera vez la belleza del lugar, entendí por qué hubo quienes sintieron que estaban en un paraíso.
   En la capilla, una hermana anciana que nos trajo libritos para que pudiéramos seguir el servicio de vísperas, murmuró en voz alta: "¿Quiénes son ustedes?" Pero cuando empezamos a contestarle, nos hizo una señal con la mano. "No se preocupen, no oigo bien", dijo, y mientras se alejaba por la nave, agregó "No importa, todos somos hijos de Dios". La antífona de esa noche, 21 de diciembre, era "Oh, Oriens": "Oh, Aurora Radiante, brillo de la luz eterna, y sol de toda justicia; ven e ilumina a quienes habitan en la oscuridad profunda, a la sombra de la muerte". Terminó demasiado pronto.




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