El hombre camina delante mío, con sus dos perros siguiéndolo. Uno de ellos es un cocker viejito que se las ingenia igual para ir al trote. Avanzamos por un sendero angosto, para no perder ritmo los adelanto. A nuestra izquierda, por afuera del sendero, una madre con su hijo nos sobrepasan a todos. También van a buen ritmo, aún cuando la madre no lleva ropa deportiva sino una pollera. Qué bien -me da por pensar- tan temprano y entrenando juntos. La señora apoya apenas su mano en la espalda del hijo, un treintañero morrudo. Él se la quita de encima con malos modos y aprieta el paso. Lo siguiente que veo es que se acerca al sendero y le da un mamporro en la cabeza a una chica que camina más adelante, también con su madre.
¿Vendrán juntos, será un gesto torpe y cariñoso de reencuentro? Es obvio que no, la chica se da vuelta y lo increpa incrédula: "¡¡¡¿Pero qué te pasa?!!!" "¡No te quiero ver más por acá, negra de mierda! ¡No vengas nunca más a caminar acá!" No es difícil entender lo que sucede, así y todo mi cerebro demora en asimilarlo. Soy consciente de que camino más lento, de que el hombre con los perros acorta la distancia detrás mío, de cierta sensación de alerta (alerta, peligro). "Negra puta, puta de mierda", sigue insultando el morrudo. "¡No, no!", suplica su madre con la voz aflautada por el miedo. Y a nosotros: "Perdónenlo, es esquizofrénico..." Yo busco la mirada del hombre de los perros. "No entiendo cómo esta mujer lo saca a la calle -me cuchichea- ¿ud vio el golpe que le dio a la chica?" Sí, lo vi y sigo alelada. "Si está enfermo, intérnelo", reacciona la otra mamá. Es una mujer de porte importante, como el resto de nosotros estudia la escena sin dejar de caminar, interponiendo el cuerpo para proteger a su hija. "Negra puta", continúa el morrudo su arenga. "Gordo de mierda", se harta la piba. Y secunda a su madre: "Vos tendrías que estar internado". La respuesta lo enerva aún más y hace amague de írsele encima: "¡sos vos la que tenés que estar internada, negra de mierda, negra puta!", no, no, implora quien estira los brazos para sujetarlo, la madre de la piba entretanto se arma de una gran rama caída y se acerca amenazante, una suerte de Némesis urbana. "Voy a llamar a la policía", anuncia la piba con voz temblorosa. Cuando llego a su lado, veo sorprendida que le falta por completo el antebrazo derecho, el celular se apoya apenas sobre un pequeño apéndice. Cobarde hijo de puta. "Está enfermo -consuelo a la mamá de la piba- no tiene sentido decirle nada, no razona como nosotros". "Sí, pero si me la agarra sola, me la mata -responde ella, aún cargando con la rama- ¿ud lo conoce?" "No, es la primera vez que lo veo". Del agresor y su madre no quedan rastros, me quedo pensando que fui incapaz de reaccionar, que permití la discriminación y no hice nada. Lo menos que puedo hacer es acompañar a madre e hija, que ya están tomando otro camino, en una segunda vuelta al circuito.
"¿Llamaron a la policía?", pregunto poniéndome a la par. Sí, pero esos cruzaron la avenida y se refugiaron en uno de los edificios, cuando llegue el patrullero no va a servir de mucho. "Puf, encima vecinos... Discúlpenme si no intervine, al principio pensé que se conocían, que venían juntos". No deja de ser cierto, aunque esta caminata al lado de ambas se sienta como una reparación escasa y tardía. "Yo escuché no no -cuenta la piba- pero me pareció que era una pelea de pareja y no quise darme vuelta, vio? Porque capaz que me decían vos que mirás". "Qué cosa -dice la madre- una sale a caminar para desestresarse y termina junando a los costados. Los otros días había un grupo de chicos molestando a la gente que pasaba, terminaron peleándose entre ellos, tirándose con piedras y palos..." "Qué barbaridad". Qué barbaridad, y el sol y la mañana y la vuelta corta y la vergüenza.
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