Las amigas anduvieron por mi puesto el domingo pasado, muy temprano. La morocha llevó un colgante y aspiraba también a unos aros. No me alcanza, dijo revisando su billetera. "Podrías hacerle un descuento, ya que te compra siempre", sonrió la rubia. Le expliqué que los colgantes deberían costar más, que mantenía el precio, pero no podía hacer descuento. "Si no, no gano... y no es justo", alegué como broche final. Bueno, te llevo el colgante ahora y los aros el domingo que viene, dijo la morocha. Cómo no, respondí entregándole la bolsita. "¡Feliz primavera, chicas!" Unos pasos más allá, la rubia dijo bien alto, como para ser oída: "¡Qué tarada, perderse una venta por diez pesos!"
Este domingo vuelven. La rubia se esconde (no hay otro término, realmente se esconde) tras la morocha, mientras la morocha explica que quiso ponerse el colgante y tuvo un problema con la cadena, ¿puedo yo arreglarla? Sin contestar encaro a la rubia, que mira para otro lado: "No me gusta que me digan tarada, además las cosas decímelas en la cara". "No te dije tarada, te dije rata", contesta la rubia. No sé qué ángel me retiene de putearla, sólo contesto: "¿A vos te gustan que te bajen el sueldo?" La rubia le dice a la morocha: "Te espero allá", señalando con el dedo la siguiente esquina.
Y yo me desahogo lindo: que esa mujer no puede andar por la vida insultando a la gente, que no tiene idea de lo que es trabajar en la calle, que yo hago las cosas con la mayor honestidad y amor posibles, que no es justo ser tratado de ese modo. "Tiene un carácter difícil", balbucea la morocha. Las manos me tiemblan tanto que no consigo arreglar la cadena. "Disculpame, no puedo hacerlo, estoy tan indignada que me tiemblan las manos". "Trabajá tranquila, vengo a buscarlo el domingo que viene..." Finalmente consigo pasar el colgante a otra cadena y entregarlo a satisfacción de ambas.
Después lo cuento y me saltan las lágrimas, claro. Hija de puta, cara de laucha matada a escobazos.
El violín
Y como estaba pronosticado, llueve. Poco hay para hacer, más que tapar el paño con un nylon y disfrutar la música en vivo a mis espaldas. Pucha que suena lindo, con violín y todo. "Voy a bailar una chacarera", dice Rosita, a la pasada. La sigo, no es cuestión de perderse el espectáculo.
Pero Rosita está ahí parada: "Si algún varón se anima..." Parece que no, hay que bailar delante de toda esta gente. Así que apechugo y cuando los músicos arrancan con otra pieza, salimos al frente. Bailo como puedo, como recuerdo, intentando disfrutar más del violín que de mi tropezada gracia (medio giro, murmura Rosa al cruzarnos). Me niego a andar zapateando, así que acompaño con un revoleo de pollera imaginada. Terminamos con un saludo de pañuelos también invisibles y nos aplauden -sospecho- la valentía.
Me entero por Rosita que lo bailado fue un gato.
Uy, no
En una de las escasas treguas que da la lluvia, ojeo la sección espectáculos del diario.
Uy, no, no. "Adiós a un músico con piques de más".
Falsa progresista
"Cuidado ahí, atrás tuyo", dice Sergio. "A tu derecha", especifica. Hay dos muchachos sentados algo más allá. Pinta feo, estoy desarmando y ya oscureció. ¿Qué hacen tan tarde, atentos a nuestros movimientos? Cómo le va, dice uno al notar mi mirada insistente. Caradura. Voy sintiendo más y más miedo, la calle se está vaciando y esos dos parecen tener todo el tiempo del mundo. Siguiendo un impulso, los encaro: "Chicos, sabrán disculpar pero sentados así... sin hacer nada y mirando hacia los puestos... dan toda la sensación de ser pungas". Ambos tienen los ojos rojos, uno esboza una sonrisa blanda. "No, señora, no se confunda, vivimos en la calle, pero nada que ver". Los miro de frente, grabándome sus caras.
-Yo les digo lo que parece...
-Tal vez tuvo malas experiencias...
"¡Varias!", grito de vuelta en mi puesto. A los pocos minutos se levantan y se van. Los encaré -le cuento a Caritas- ¿por qué tenía que estar con miedo?
Boluda, loca de mierda, racista y falsa progresista. Todo eso me dice Caritas. Que los tipos sólo estaban fumándose un porro. Que si hubiesen vestido camisita, no les decía nada. Que como los vi en las últimas, mi prejuicio acusó sin fundamento. Que no estoy sola, que hay cien personas más en la calle ("¿y sos vos la que quiere cambiar el mundo?")
No me cutzarides, debí haberle dicho. En lugar de eso, me alejé dolida.